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Asesinaron a tiros a El Gordo Daniel Torres, conductor de los corresponsales de noticias

“Tú tranquilo, estás con El Gordo y no va a pasar nada”. Conocer a Daniel Torres fue adentrarse en un mundo a menudo inconcebible. Un universo que podía llegar a ser insoportable y desconcertante para alguien que no perteneciera a él. Una realidad que, sin embargo, de su mano se convertía en una experiencia llevadera. Incluso apasionante. Sus cuentos, sus risas, su manera de afrontar los rigores de Venezuela, de Caracas, sus barrios, eran un exorcismo contra lo desconocido. Lo fueron para decenas de periodistas y corresponsales extranjeros, a los que ayudó a informar y explicar el país en los últimos años. El Gordo, así le conocía todo el mundo, añadía sentido a esos viajes, a esas incursiones por una rutina inestable, con el fantasma de la violencia detrás de cada esquina. Fue un guía a través del vértigo. Lo asesinaron con dos tiros antes de llegar a casa en Petare, su barrio, del que siempre decía que lo sacáramos, pero del que era imposible que se fuera.

Tenía 47 años y un pasado de ingenios con los que sacó adelante a su familia, con siete hijos que siempre le acompañaban en sus anécdotas. La vida de El Gordo cambió el día en que murió Hugo Chávez, en marzo de 2013. Gracias a Abraham Zamorano e Irene Caselli, dejó las calles para volver a ellas con periodistas. Con Andrés Schipani, por quien su hijo más pequeño lleva el nombre; con Vanessa, Kejal, Andy… Nos cuidó, nos hizo compañía, nos desesperó, fue nuestra sombra en los momentos más difíciles. Cariñoso, noble, divertido y siempre con mil asuntos pendientes de resolver, se convirtió en la puerta de entrada a ese rompecabezas que es Venezuela. Estaba informado, al tanto de la evolución de la crisis del país, de la historia de las últimas décadas, y al mismo tiempo era el intérprete más fiable de todas sus disfunciones.

Daniel era la primera cara amiga con la que periodistas de medio mundo nos encontrábamos tras pasar los controles en el aeropuerto de Maiquetía. Después de la tensión y la inseguridad que supone entrar a un país en el que las autoridades fiscalizan con desconfianza a la prensa extranjera, El Gordo era una presencia familiar, la última persona que veíamos, a menudo emocionado, cuando nos despedíamos. “Vuelve pronto, no te vayas a olvidar de tu Gordo”. Hacía que la palabra hermano, un apelativo tan desgastado, fuera palpable. Sus relatos, desde el primer momento, eran una obra coral en la que aparecían colegas de tantos medios, de los que hablaba como si formaran parte de su propia familia. En torno a él construimos una hermandad que hoy, rota, le recuerda en la distancia, desde Nairobi a Ciudad de México.

Con el paso del tiempo, se convirtió en una de esas figuras invisibles sin las cuales los periódicos y los informativos serían mucho peores o directamente no llegarían al cierre. Nos observaba, sabía lo que buscaba cada uno, nos presentó a sus amigos y conocidos, nos consiguió historias, fue una llave para entrar allá donde de otra manera hubiera sido imposible acceder. Aprendió a reportear sin ser consciente de ello –”Yo te puedo ayudar, pero fixer, como tal…”, decía-, se dio cuenta de que las conversaciones y la información que siempre había recabado en la calle para intentar sacarle algún provecho son al final la materia prima del periodismo. Tenía un don para tratar con personas clave en medio de momentos de convulsión, de los agentes de las fuerzas de seguridad a los porteros de hotel, a los malandros como los que lo han matado. Su vida transcurría fuera de casa, donde aprendió a negociar con todo el mundo. En cada viaje tenía un vehículo distinto. Los carros marcaban las épocas, las crisis y los recuerdos.



Fuente: elpais.com

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